-El alma no tiene puertas -dijo la niña-.
-¿Estás segura? -contestó la esclava, ya crecida-.
-Segurísima -asintió la pequeña, convencida-. El alma es libre, nada puede encerrarla.
-Salvo ella misma -respondió la esclava-.
La niña pareció dudar: - ¿Por qué habría de hacerlo?
- Por miedo.
- El alma no tiene miedo -la duda había desaparecido-. Nada puede dañarla. Es eterna.
- Tal vez lo sea. Pero sufre. Es vulnerable. A veces incluso resulta herida.
- ¿Herida?
- Sí. Las heridas del alma no pueden verse, pero pueden sentirse. Duelen, y a menudo dejan cicatrices.
- ¿Qué tiene que ver eso con las puertas?
- El alma construye sus propias puertas para protegerse. Así intenta evitar ser dañada, cerrándolas cuando resulta necesario.
- ¿Y lo consigue?
- ¿Evitar el daño? No. Eso es imposible. Cualquier cosa o persona que penetre en el alma acaba siempre provocando alguna herida.
- Bueno... ¡pues que deje las puertas siempre cerradas!
La esclava sonrío ante la inocencia de la niña.
- Podría hacerlo. Pero entonces no sentiría nada, ni dolor, ni alegría. Las puertas del alma son pesadas. Si se cierran, no es fácil abrirlas de nuevo. Y como tú dices, nada puede aprisionar al alma.
La niña no acababa de entenderlo. Pero aún tenía una pregunta.
- ¿Tú cómo tienes las puertas, a.?
La esclava suspiró.
- Apenas entreabiertas.
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