martes, 5 de enero de 2010

Queridos Reyes Magos


Queridos Reyes Magos:

A buenas horas, lo sé. Pero a estas alturas ya debéis saber que yo siempre llego tarde.

Prometo no daros mucho trabajo. No quiero nada. O tal vez sí, no lo sé. Tal vez, al fin y al cabo, os dé más trabajo de la cuenta.


Traedme algo bonito, por favor. Pero no de una belleza frívola, como los adornos. Algo bonito, bonito.

Traedme algo vivo, pero que no se muera, que no se marchite. Que no se escape.

Traedme algo cálido, como aquellos enormes edredones que no se sabe dónde empiezan y dónde acaban. Uno en el que pueda perderme.

Traedme algo nuevo, desconocido, único.

Pero, por favor, no olvidéis traerme valor para desearlo y mucho corazón, para no dejar de hacerlo.

Besos,

a.

P.S.: Este año no he sido buena.
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viernes, 1 de enero de 2010

Puertas


-El alma no tiene puertas -dijo la niña-.

-¿Estás segura? -contestó la esclava, ya crecida-.

-Segurísima -asintió la pequeña, convencida-. El alma es libre, nada puede encerrarla.

-Salvo ella misma -respondió la esclava-.

La niña pareció dudar: - ¿Por qué habría de hacerlo?

- Por miedo.


- El alma no tiene miedo -la duda había desaparecido-. Nada puede dañarla. Es eterna.

- Tal vez lo sea. Pero sufre. Es vulnerable. A veces incluso resulta herida.

- ¿Herida?

- Sí. Las heridas del alma no pueden verse, pero pueden sentirse. Duelen, y a menudo dejan cicatrices.

- ¿Qué tiene que ver eso con las puertas?

- El alma construye sus propias puertas para protegerse. Así intenta evitar ser dañada, cerrándolas cuando resulta necesario.

- ¿Y lo consigue?

- ¿Evitar el daño? No. Eso es imposible. Cualquier cosa o persona que penetre en el alma acaba siempre provocando alguna herida.

- Bueno... ¡pues que deje las puertas siempre cerradas!

La esclava sonrío ante la inocencia de la niña.

- Podría hacerlo. Pero entonces no sentiría nada, ni dolor, ni alegría. Las puertas del alma son pesadas. Si se cierran, no es fácil abrirlas de nuevo. Y como tú dices, nada puede aprisionar al alma.

La niña no acababa de entenderlo. Pero aún tenía una pregunta.

- ¿Tú cómo tienes las puertas, a.?

La esclava suspiró.

- Apenas entreabiertas.
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